Decenas de personas pasan por el cementerio de Nerva para dejar su huella genética con la esperanza de encontrar a sus ancestros desaparecidos durante la Guerra Civil

por Juan Antonio Hipólito Domínguez / 25 de Abril de 2021 / Publicado en Historia

No solo les quitaron sus vidas. También les arrebataron su identidad, condenándoles al más injusto de los olvidos. Pero sus hijos se encargaron de contar cada una de sus historias a sus nietos, poco a poco, cuando fueron pudiendo, cuando vieron el mejor momento, cuando los años se les iban echando encima sin remisión, cuando las aguas se fueron calmando, cuando la democracia ganó a la dictadura, cuando se empezó a hablar de memoria histórica, verdad, justicia y reparación. Fueron a por sus padres, a por sus tíos, a por sus seres más queridos siendo tan solo unos niños. La imagen se les quedó grabada para siempre en sus retinas. A otros que estaban gestándose en el vientre de sus madres se lo contaron con el paso de los años, cuando hablar de sus abuelos ya no era tabú. 

 

A más de 80 años de aquella barbarie, los restos de cientos de víctimas del fascismo permanecen esparcidos por las fosas comunes del cementerio de Nerva, la más grande de las documentadas en la Andalucía rural. Muchos hijos de aquellos inocentes abandonaron este mundo sin saber el lugar exacto dónde se encontraban sus progenitores. “¡Pobrecitos! ¿Estarán aquí?”, se preguntaban muchos al atravesar las puertas del cementerio de Nerva, mirando a derecha e izquierda. Los menos, lo sabían con certeza. Hasta que fueron exhumados los primeros restos de la fosa norte, tres cruces señalaron durante décadas el lugar donde podrían hallarse los restos del administrador de Correos Luis Ruiz, del propietario de la radio local Arturo Albarrán y de la adolescente Catalina Ramallo. Ahora, son sus nietos los que tienen la esperanza de reunir a sus abuelos con sus padres para tranquilidad de todos. Pero antes han de recuperar sus nombres, su identidad, la identidad arrebatada de forma violenta.

Desde que se supo que había comenzado la toma de ADN a los descendientes de las personas desaparecidas tras la entrada de las tropas sublevadas a la II República en Nerva, a finales de agosto de 1936, más de medio centenar de personas han pasado ya por el cementerio de la localidad minera para dejar su huella genética con la esperanza de encontrar a sus ancestros. No buscan venganza, ni siquiera respuestas a preguntas incontestables. Quieren reparar su memoria y reunir a sus abuelos con sus padres en el lugar donde descansan, nada más y nada menos, hacer que se reencuentren 85 años después, que sus restos reposen juntos por fin.  

La herencia ha ido pasando de una generación a otra, con el expreso deseo de reunirse algún día. Y ese día está cada vez más cerca. No obstante, el equipo de arqueólogos que dirige Andrés Fernández advierte a los familiares de la complejidad que conlleva la identificación genética debido a la degradación que presentan los restos expuestos durante más de 80 años la acidez del terreno minero, a lo que se suma el gran número de cuerpos arrojados y la disposición en forma de apiñamiento que presentan los mismos. Pero el hecho de sacarlos de ahí y darles una digna sepultura de forma individualizada en un panteón que honre su memoria ya les reconforta muchas más que dejarlos amontonados en los distintos niveles que presenta el inmenso agujero al que fueron arrojados, y del que aún no se puede confirmar con exactitud su profundidad.

Todas las historias tienen algún pequeño detalle que las diferencia, pero un denominador común. Se los arrebataron de los brazos de sus padres, de sus esposas, de sus hermanas, de sus novias; sin mediar palabra, sin razón, sin respuesta a tantos porqués. Los que se quedaban lo hacían con el miedo metido en el cuerpo, calado hasta los huesos, con la sangre helada, incrédulos, impotentes, sin saber qué hacer ni a dónde acudir. Una y otra vez, la misma frase se repite sin remisión: “Llegaron a casa y se lo llevaron, sin más. Ya no le volvimos a ver más”, relataban con el nudo en la garganta las madres a los hijos que no lo presenciaron en vivo porque estaban a buen resguardo en sus vientres. Los más “afortunados” tuvieron oportunidad de verlos algunos días más en los calabozos del edificio de la Casa Consistorial a donde les llevaban el desayuno. Al poco desaparecían también para siempre. “Ya no está aquí”, les decían sus carceleros sin querer desvelar su siniestro paradero. Vidas interrumpidas por razones inconfesables, por odio, insidia, envida, o por el simple hecho de pensar diferente. 

 

 

Testimonios de nietos

Dolores García tiene 62 años y busca a su abuela Juana Domínguez, madre de su padre. “¡Mira, hoy va vestida de rojo y mañana lo hará de negro!”, asegura que le dijeron a su madre siendo una niña al poco de entrar las tropas sublevadas en Nerva. Se lo confesó su propia madre cuando reunió el valor suficiente para contárselo. A ella se le quedó grabada para siempre aquella frase lapidaria. “A mi abuela le gustaba mucho la política. Era muy revolucionaria”. Es de los pocos familiares que se atreve a confesar el carácter rebelde de su antepasado. “Cuando fueron a por ella le arrebataron de los brazos a la menor de mis hermanas”, le contaba su madre. Excepto Dolores, todos los nietos de Juana terminaron marchándose del pueblo.

El octogenario Baldomero Ramírez también busca a su tío Apolonio Ramírez, el más pequeño de los hermanos Ramírez. “Tenía apenas veinte años y estaba a punto de casarse con su novia Luisa cuando fueron a por él. Su pecado fue firmar una carta contra el cura del pueblo”, relata. Su padre Virgilio llegó a tener a dos personas ocultas en el doblado de su casa durante meses. Juan Cárdenas y Prudencio Álbez quedaron eternamente agradecidos por el improvisado cobijo que consiguió salvarles la vida. “Recuperar los restos de mi tío nos dará mucha paz y tranquilidad”, asegura entre sollozos.

 

 

Juan José Guillén era dinamitero en las minas de Riotinto. “Al poco de salir volando por los aires un puente camino de Huelva, fueron a por todos los dinamiteros de las minas”, asegura su nieta Isabel Núñez, que también busca a su tío abuelo Manuel, desaparecidos entre septiembre y octubre de 1936. “Mi madre iba a visitarles a la cárcel que estaba en los bajos del Ayuntamiento hasta que un día ya no se los encontró allí. No le dieron más explicaciones. Ni qué había pasado con ellos, ni a dónde se los habían llevado, como si se los hubiese tragado la tierra”, cuenta tal y como lo recordaba su madre. 

Rosa María López, de 64 años, busca a su abuelo materno, Francisco Sánchez Sánchez, y a los hermanos de este, Manuel y Ángel. Su madre tenía tan solo cinco años cuando se los llevaron. A Manuel lo mataron en presencia de su mujer. Tras salir malherido de un primer fusilamiento, al segundo intento no fallaron. “Mi madre falleció sin saber dónde se encontraban los cuerpos de su padre y de sus tíos. Lo hago en su memoria”, aclara.

 

 

Arsenio Piñero, policía local jubilado, busca a su abuela Josefa Pérez, de la que ni siquiera tiene su certificado de defunción. Su abuelo, al que consideraba como a un padre porque lo crío él, le contó cómo se llevaron a su abuela: “A la entrada de las tropas, llamaron a la puerta de casa. Tu abuela les ofreció para asearse, pero les negó unas gallinas. Al día siguiente volvieron a por ella”. Como en otros relatos, en este también se repite la escena de no encontrar al familiar retenido al llevar el desayuno a la cárcel. Pero en esta caso sí que hubo indicación expresa del lugar al que se la llevaron. “¡Va camino del cementerio!”, sentenciaron. Rápidamente, el abuelo de Arsenio mandó a su hijo. “Cuando llegó le dijeron que si quería ver a su madre mirara en la fosa”, asegura su nieto. Al hijo de los abuelos de Arsenio nunca más se le vio. “Mi abuela era una mujer de izquierdas. No entiendo cómo se puede matar a una persona por sus ideales”, comenta su nieto emocionado con la idea de recuperar sus retos de la fosa común.

Aurora Yerga, de 64 años, busca al hermano de su madre, al tío Carlos, al que se llevaron siendo un veinteañero. “Fue a buscarlo a casa un amigo Guardia Civil. Mi madre le dijo que había ido a casa de su novia Coral. A su prometida (estaban a punto de casarse) le dijeron que se lo iban a quitar un ratito para hacerle unas preguntas. Ya no lo volvió a ver más”, relata Aurora, tal y como se lo transmitió su madre. Su novia no se llegó a casar con nadie y su abuela Francisca murió con 97 años manteniendo el luto por el hijo al que le arrebataron en plena juventud. En la familia de Aurora hay muchos Carlos en honor a su tío. 

Francisco Vázquez, de 73 años, busca a su tío Vázquez Pérez. Su madre evitaba siempre hablar de política en casa y jamás hizo el intento de contarle nada de lo sucedido en aquella época. Demasiado dolor. En cambio, su padre sí que le contaba cosas de su hermano. “Mi padre hubiese querido saber de su hermano, por eso estoy yo aquí”, asegura.

 

 

El proyecto y sus hitos

La localización y delimitación de las fosas de Nerva se inició en noviembre de 2017, 81 años después de su creación. La Coordinadora Cuenca Minera del Río Tinto para la Recuperación de la Memoria Histórica es la principal impulsora de este proyecto puesto en marcha hace cuatro años gracias a la colaboración de la Administración local, a la que más tarde se fueron uniendo la provincial, autonómica y estatal. Aunque la Junta de Andalucía se ha mantenido al margen de estos trabajos desde la toma de posesión del actual Gobierno presidido por Juan Manuel Moreno Bonilla, a pesar del compromiso adquirido con el convenio firmado en agosto de 2018.

Los primeros cuerpos comenzaron a exhumarse en agosto de 2019, llegándose a recuperar los restos óseos de 40 personas, (20 de la fosa norte y otros 20 de la sur), algunos de ellos pertenecientes a mujeres jóvenes. Todos se encuentran custodiados por el Ayuntamiento de Nerva a la espera del cotejo de las pruebas genéticas. De los trabajos actuales en la fosa sur, ya se han exhumado los restos de otros 20 cuerpos, entre los que se encuentra también el de alguna mujer. Como en anteriores fases, los restos, arrojados de forma arbitraria, presentan evidentes signos de violencia. Junto a alguno de ellos han aparecido proyectiles de fusil y casquillos de bala de pistola corta, además de objetos personales, como mecheros de la época y unas pocas monedas. En algún caso, como el de la caja 28 SUR, el ensañamiento fue de tal magnitud que las múltiples huellas dejadas por los proyectiles hablan por sí solas de la crueldad con la que se emplearon sus verdugos. Aún esta por determinar si el equipo de arqueólogos se va a encontrar con otra capa de cuerpos por debajo del nivel actual, tal y como ocurrió en la fosa norte. 

 

 

La identificación genética de las víctimas se llevará a cabo en la Universidad de Granada gracias al convenio firmado en septiembre de 2018 con la Junta que regula la entrega y recepción, tanto de las muestras de restos óseos humanos procedentes de las exhumaciones realizadas en Andalucía, como de las de los familiares de las víctimas, para su posterior depósito, cotejo y entrega de resultados. El convenio persigue que las familias de desaparecidos durante la guerra civil y la Dictadura puedan "recuperar a sus seres queridos y darles un entierro digno". El acuerdo suscrito en su día completa el convenio marco rubricado en junio de 2016 entre ambas instituciones que permitió la puesta en marcha de un banco de ADN, similar a los existentes en Cataluña, País Vasco y Navarra

En Nerva se sitúa el enterramiento común más grande de los 120 contabilizados en Huelva, la segunda provincia con mayor número de fosas de su región. Se trata de la mayor fosa común documentada en una zona rural de Andalucía. Se encuentra en el interior del cementerio municipal y ocupa prácticamente todo el muro de la fachada principal, de extremo a extremo, con más de 200 metros cuadrados, a excepción de la puerta de entrada que divide a la fosa. 

 

 

Hechos históricos

La barbarie comenzó a finales de agosto de 1936. Nerva permanecía sitiada por las tropas sublevadas a la II República y aislada del resto de municipios de la provincia de Huelva. Hacia el mediodía del día 26 se daba cuenta de la rendición del pueblo, sin la más mínima resistencia, con la única intención de evitar cualquier derramamiento de sangre. Sin embargo, por la tarde comenzó una represión que se prolongó durante meses y finalizó con más de 1.500 personas desaparecidos, casi 300 viudas reconocidas y medio millar de huérfanos, según consta en los archivos municipales. La empresa que gestionaba las minas de Riotinto, donde trabajaban cientos de nervenses, llegó a contabilizar hasta 1.709 bajas semanas después, tal y como se detalla en los documentos custodiados en el archivo histórico de la Fundación Riotinto.

Los sucesos acontecidos en la localidad minera fueron de tal crudeza que, aún hoy día, 85 años después, es difícil de afrontar por parte de los familiares de las víctimas. La inmensa mayoría de ellos desconoce si sus antepasados se encuentran en la doble fosa común de 223 metros cuadrados ubicada tras los muros de la fachada principal del cementerio municipal.

Las secuelas de aquella represión no solo fueron físicas, también psíquicas: el temor a nuevas represalias caló hasta los huesos en una población que, paralizada por el miedo, vio con impotencia como se anulaba por completo el carácter reivindicativo de sus gentes. Tuvieron que pasar más de 30 años para ver resurgir esa valentía minera en forma de organizaciones políticas y sindicales de corte clandestino; más de medio siglo para empezar a hablar, no sin cierto recelo, sobre todo lo ocurrido; y 85 largos años para atreverse a reivindicar la identificación y la recuperación de unos cuerpos a los que arrebataron su identidad.

 

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